Un gesto de amor...
Me conmovió saber el vacío que dejan los seres queridos si están al otro lado del Atlántico y se vuelven polvo de estrellas. No la conocí, pero las palabras de una nieta recordándola fueron suficiente
La brisa jugueteaba sobre el mar con el ímpetu de quien acababa de encontrarse con un ángel. Era ella, Laurinda.
Su mirada perlada bastaba para conocerla. Enfocarse en sus ojos lo suficiente permitía leerlos. Había historias escritas ahí como postales de sabiduría.
En cada iris nacarado se ordenaban una biblioteca de recetas, otros estantes para sus bordados y un colorido jardín para sus orquídeas.
En ese lugar sus flores respiraban amor, el mismo aire con que Laurinda nutría las semillas cuyos frutos fueron una familia.
Punto por punto, Laurinda bordaba su historia desde que abría las ventanas. El viento madeirense quería ser testigo de todo y esperaba ansioso afuera. Como una caricia, ella se dejaba saludar por una ráfaga y empezaban ambos su jornada en la ruta de las perlas.
Una ruta que Laurinda iba trazando cuando paseaba con su familia por el pueblo y lo llenaba todo de colores refractados en sus cristales de nácar. El viento interrumpía su itinerario del mar a la montaña para pasearse con ella por la costa de Ribeira Brava.
Quizás por ello Laurinda llegaba a cada sitio con un aire distinto. Esa misma energía de quién mira sabiendo que no hay mayor placer que conectar con los otros.
-¿Cómo puedes ser tan fuerte?- le susurró el viento al oído cuando la vio convaleciente un día. Aún tenía fuerzas para abrir la ventana y revelar esos rituales de bondad que acumulaba en sus ojos perlados.
-Dios me da las fuerzas y yo las esparzo por las calles como un gesto de amor-, le respondió a ese viento que había sido testigo de todas las muestras de bondad de Laurinda.
Pero un día la ventana de la casa no se abrió como siempre. El viento contrariado se apresuró a rodear los muros de la casa para preguntarle a las orquídeas del jardín.
Cuando las flores lo sintieron llegar, todas suspiraron al mismo tiempo. De aquella sincronía floral una brisa cálida emergió. Era Laurinda transformada… y así se fundió en un abrazo con su amigo etéreo.
El viento la envolvió. Ambos se elevaron sobre las montañas de Madeira. Danzaron hasta el mirador donde ella tantas veces vio el atardecer.
Ahí donde la ruta de las perlas cruzaba el océano en sus pensamientos, solo para estar más cerca de los suyos en la otra orilla.
Aquella tarde el viento le pidió que lo guiara al otro lado. Toda Madeira contó que los vio juntos cruzando el océano para llegar hasta aquí, dónde a Laurinda la llamaban “la abuelita más linda”.