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La imaginación
Zen confió en que, en medio del caos, todos estarían a salvo. Y así fue. La turbulencia cedió y volaron sin sustos hasta que aterrizaron. Entonces todos los imaginarios de Zen se manifestaron como había visualizado.
En el avión hubo sonrisas de alivio de los que tuvieron pensamientos fatídicos, de los devotos que oraron, de los que meditaron y hasta de los que iban dormidos como su vecino.
Cada quien había buscado su propio refugio y lo atesoró hasta quedar marcado por ese recuerdo turbulento.
Zen tenía toda la vida pensando en ese viaje. Por eso estaba feliz de manifestarlo finalmente en su realidad.
Una turbulencia, que en el fondo no representaba ningún maleficio, no le iba a arrebatar su genuino gozo. Si el precio era orquestar un concierto con mantras en un avión, ya había decidido pagarlo hasta el último murmullo.
El tiempo corría tan veloz como Zen descendió del avión y se sacudió esa memoria. Sus propósitos eran la prioridad y sentía que la fatiga tras cruzar el Atlántico no era una amenaza en contra de ellos.
Entró al laberinto aeroportuario con un par de mochilas a cuestas y esquivó con ellas todo el caos de la remodelación. Luego abordó un autobús rumbo a su terminal de embarque.
Pasó todos los controles de inmigración y seguridad en la zona de tránsito. Y por fin, frente a la puerta de abordaje sintió otro instante mágico de su aventura nórdica.
Al sentarse, como si la puerta de embarque fuera un portal a la próxima experiencia, imaginó a su corazón lanzar la onda expansiva de un mandala multicolor en la sala de espera.
Hasta que por un instante todos los viajeros formaron una espectral aurora boreal con el aura que brotaba de sus sonrisas.
La pausa
Como en viajes previos, Zen sabía que ese tiempo de espera tenía un gran valor energético, o en otras palabras, albergaba una chispa que desataría un fuego interior.
Para Zen, estar ahí era como un acelerado ejercicio de orfebrería.
Lo que pasaba por su mente durante esa espera simulaba el trabajo de un artesano que moldea el vidrio.
Luego de llevarlo al horno, el orfebre esperaría por horas hasta que el calor activase la belleza de cada átomo que convertiría el vidrio en una joya.
Igual ocurre en el interior de un volcán, un horno en las entrañas del planeta. Ahí el magma contiene el origen de piedras preciosas o semipreciosas, y tras la erupción viene la pausa.
Solo toca esperar el tiempo perfecto que enfría y cristaliza la roca fundida.
Exactamente igual ocurría con los pensamientos de Zen, quien se entrenaba en detectar por anticipado esas gemas en las energías que emanaban de las personas.
En ese río de gente fluyendo en el aeropuerto como lava incandescente había un desafío de didáctica sabiduría.
Zen creía que todas las personas iban cargando el magma de sus propias gemas en el volcán de su ser.
“Si entramos en erupción todo fluye, de las profundidades hasta la cima, así que déjate fundir sin vértigo y emergerá el tesoro”, eso le repetía Zen a sus amistades como un mantra purificador cuando atravesaban por crisis existenciales.
Por esa metáfora del volcán interior, sabía que ese momento en el aeropuerto conectaba con la energía que se le atribuye a una piedra volcánica negra, la obsidiana, que tiene la cualidad de cambiar su color según la manera de cortarse. Debido al rápido enfriamiento de la lava volcánica, la obsidiana realmente no es un mineral sino una forma muy resistente de vidrio.
Esa roca ígnea, según la tradición oral de las antiguas civilizaciones, simbólicamente representa el “espejo” en el que se refleja la totalidad de nuestro ser, con su luz y sobre todo con sus sombras, para intentar dejarlas atrás o integrarlas.
Continuará…
PD: Gracias por leerme y por favor comenta qué semilla sembró en ti este relato.
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